Excelente artículo publicado en el diario la nación, escrito por Enrique Marguery Bertoglia.
En 1959, Klaus Conrad (1905-1961), un psiquiatra alemán que estudió la esquizofrenia, acuñó el término apofenia (del griego “mostrar”). Esta es la tendencia psíquica innata a ver patrones o conexiones en sucesos fortuitos y datos sin sentido. Aunque exacerbada en la psicosis, la apofenia es un componente central de la creatividad.
Un tipo particular de apofenia es la pareidolia (del griego eidolon y el prefijo par), que consiste en “encontrar” imágenes o sonidos especiales en estímulos aleatorios. Dos ejemplos clásicos de pareidolia son ver el rostro de un terrorista dibujado en las nubes de humo de un edificio en llamas, o escuchar un mensaje satánico en una canción reproducida al revés.
Sincronicidad. Muchas personas han vivido la experiencia de estar pensando en algún conocido ¡justo antes de que esta persona toque a la puerta o llame por teléfono!
El psicoanalista suizo Carl Jung (1875-1961, el más controversial de los discípulos de Sigmund Freud) acuñó el término sincronicidad para referirse a lo que llamó “coincidencias significativas” o patrones de conexión no explicados por la causalidad.
Jung sostuvo que muchos fenómenos descritos como coincidencias no son cosa del azar, sino el reflejo del alineamiento de fuerzas universales; de ahí que una persona, al darse cuenta intuitivamente de la presencia de estas fuerzas, podía convocar este tipo de eventos a través de la comunicación entre su conciencia y el “inconsciente colectivo”.
Un ejemplo típico de sincronicidad ocurre cuando alguien constata que una de sus imágenes mentales es reflejada, sin explicación aparente, por un evento exterior: el poeta, tras decidir que su poemario se llamará Cardumen , enciende la televisión y no puede creer que lo primero que ve es ¡un banco de peces!
Los escépticos apuntan que la sincronicidad es explicable a través de las probabilidades. Si pensamos en la enorme cantidad de estímulos que encontramos todos los días, y a ello sumamos nuestra gran habilidad para establecer conexiones, no es de extrañar que tropecemos con coincidencias significativas con regularidad.
De este modo, las casualidades son esperables, y somos nosotros quienes les damos sentido; entonces, una mejor explicación para estas circunstancias que nos asombran reside en la habilidad de la mente humana para encontrar propósito y significados donde no los hay.
Una en un millón. La “ley de Littlewood”, propuesta por el matemático John Littlewood (1885-1977), afirma que podemos dar con una coincidencia sorprendente o suceso extraordinario cada mes. El razonamiento de base es que cualquier cosa puede ocurrir con una muestra suficientemente grande.
Supongamos que experimentamos una contingencia por segundo durante ocho horas por día: en treinta y cinco días habremos sido testigos de más de un millón de eventos. Si definimos un evento excepcional como aquel que tiene un significado especial para nosotros y ocurre con una frecuencia de uno en un millón, tenemos que es razonable dar con un episodio extraordinario aproximadamente cada mes.
Muchas veces decimos que la probabilidad de que ocurra un lance particular es de “una en un millón”. Por ejemplo, soñar que un avión se estrella y escuchar sobre el accidente al día siguiente es algo tan raro que “no puede ser una casualidad”.
Ahora bien, con más de seis mil millones de personas en la Tierra experimentando decenas de sueños temáticos cada noche, no es de extrañar que, por la mañana, más de un millón de ellas parezca clarividente.
Además, las probabilidades aumentan debido a nuestra inclinación a soñar sobre cosas que nos preocupan, y al hecho de que los sueños –al ser vagos o ambiguos– encajan como predicciones de una gran cantidad de acontecimientos posibles.
La ley de la coincidencia. Una persona lee que su número de la suerte es “8”. Pronto, comienzan a asombrarla los detalles significativos: la reunión de trabajo es en el octavo piso; los zapatos que acaba de comprar son de talla ocho y recibe una invitación para ir al teatro ¡a las ocho de la noche!
“¡No puede ser!”, afirma nuestro personaje (mientras sale a comprar su billete de lotería). Sin embargo, acumular coincidencias asociadas con el “8” es fácil puesto que existe un gran número de datos que pueden contar como aciertos: el cumpleaños de su madre es en agosto (octavo mes), su número telefónico es de ocho dígitos y el menor de sus hijos tiene ocho años, por citar unos pocos casos.
Empero, también hay un conjunto, aún más grande, de fenómenos que no calzan: la edad de sus otros hijos, la talla de su vestido, el número de la butaca asignada en el teatro, la hora de la reunión, etcétera. Estos son datos que no ve porque no los busca: en el momento en que lo haga, verá que no hay nada especial en el número ocho.
Siguiendo con el ejemplo, un colega de nuestro personaje leyó que su número de la suerte es el “9”: le llamará la atención que la reunión es a las 9 a. m. y descartará el hecho de que es en el octavo piso; sonreirá al escuchar la novena sinfonía en el elevador, pero despreciará el hecho de que hay seis personas dentro del ascensor. Claro está, ese último dato podría ser de interés para quien ande pensando en el seis, y así sucesivamente.
Nuestra mente está sesgada hacia las pautas y regularidades que conectan a las cosas. Por ello, los hechos no coincidentes no atrapan nuestra atención con la misma intensidad, ni se fijan en nuestra memoria con tanta fuerza como las coincidencias, que sugieren patrones. Luego, al enfocarnos en aquello que encaja con nuestro interés, e ignorar todo lo demás, fabricamos los patrones que nos fascinan. Este proceso se llama atención selectiva .
Esta capacidad innata, aunque esencial para el aprendizaje, también es la causa de que demos excesiva importancia a eventos que no la tienen y de que veamos cosas donde no las hay, como apunta Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios .
La realidad es terreno fértil para nuestra incansable búsqueda de conexiones. El hecho es que las coincidencias son esperables, así que más vale disfrutar estos encuentros que nos maravillan. Después de todo, un tal Littlewood asegura que la vida nos tiene guardada una sorpresa y que la recibiremos en los próximos treinta y cinco días.
Eso sí, también resulta útil una dosis de sano escepticismo: antes de maravillarnos por completo, es bueno verificar que nadie haya escupido en la lente de la cámara.
imagen: La adivina (1594-1595), óleo del pintor italiano Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610).
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